POR MÉRITOS
Autor: HerSan
Alberto piensa que no existe. Y es feliz. También piensa en lo que no piensa, en ese tren que le va a servir para vivir su inexistencia, para dejar de ser tan desdichado.
Se tumba apoyando el cuello en uno de los rieles. Está frío, muy frío, helado; supone Alberto que más que nunca, pero la sensación es agradable.
En el tren los pasajeros son inteligentes, guapos, adinerados. También los hay pobres y feos. Dos de ellos se encierran en el retrete hasta que llega el revisor: "Ahora no puedo salir, lo siento", contesta uno de ellos mientras gesticula al otro para que no haga ruido, "pero tenga, le paso el billete por debajo de la puerta". Mitad de precio. Tales prefieren pagar menos aunque tengan que viajar con miedo. A cuales les gusta el miedo más que el dinero. En el tren hay de todo. No en venta, pero de todo. Algunos y algunas hablan de deportes. Algunas y algunos de cocina. Algunos de política. Algunas de dildos. Algunos y algunas de algunas y algunos.
Los conductores viejos añoran el olor a carbón de las primeras máquinas, el olor a carbón de sus primeras novias, pues novias eran, y cariñosas cuando ellos eran cariñosos. También eran bravas cuando había que demostrarle al mundo el poder de los jóvenes. Pero siempre dulces y hermosas; al fin y al cabo mujeres.
Los conductores jóvenes no recuerdan, no tienen recuerdos. Ni quieren tenerlos. Son felices con la perfección tecnológica, con los avances, con la rapidez. Sobre todo con la rapidez. Porque el tren corre. Aunque no sea querido. Y el tren querido por no correr ni anda.
Alberto hace cuentas. Llega a Villatona a las doce y media. Desde Alaurice una hora justa. Casi la mitad del camino. Algo antes de las doce. Mira el reloj. Aún tiene unos cuarenta minutos. Aún le quedan cuarenta minutos a Alberto, a Alberto Vinardo Chozas, de 47 años, electricista de profesión, soltero y con una enfermedad en la sangre que los médicos dicen que quizás puedan curar.
Las sogas ya las llevaba preparadas, en el último momento podía arrepentirse. Sogas, no simples cuerdas; por lo fuertes. La primera se la coloca en el pie izquierdo. Un lazo fuerte con el riel. La segunda tiene sendos nudos corredizos en los extremos, como los de las horcas. Uno ya le rodea el cuello. En el tren a lo mejor viaja un reportero avispado con la máquina fotográfica siempre a punto. “Suicidio en las vías de un tren”, sería el enorme titular de la página de sucesos de un importante periódico. La otra lazada pasa por debajo del riel. Difícil de poner. Hay que subir el brazo derecho por la espalda, intentando alcanzar la nuca con la mano. Es doloroso. Más quizás de lo que habría de ser la muerte. Pero todo se consigue. Introduce la mano y da un pequeño tirón hacia abajo. La soga rodea con presión su garganta y su muñeca.
Ensaya. Si levanta la cabeza se ahoga y se rompe el brazo. Si estira con el brazo se ahoga también. Al pie atado no llega con la mano libre. Tal vez con una navaja podría desasirse, pero no tiene navaja.
El tren no piensa, todo el mundo lo sabe. Es una máquina. Goicoechea Oriol sí pensaba, el tren no. No piensa ni presiente, sigue su camino. No se vende lo que hay en el tren, pero hay de todo. Quienes hablaban de política han llegado a la conclusión de siempre. Los de los compartimentos separados son los que no fuman; no es bueno el humo del tabaco.
El tren es de cercanías, no lleva literas. Un señor agotado dormita en su asiento, mecido por el zarandeo del tren. El zarandeo del tren viejo zarandeaba, pero el de éste mece, es nuevo. La suavidad del tren tranquiliza, el tiempo pasa diligente.
"¡Frenen, rápido, frenen!". El tren ayuda con lo que puede, pero no entiende, tampoco siente.
El chirrido es insoportable. Las ruedas producen chispas por el rozamiento con las vías.
Por fin se detiene. Frente a él tiene a Alberto Vinardo Chozas, de cuarenta y siete años, llorando. Le mira. Pero el tren no ve, todo el mundo lo sabe.