EL HORIZONTE NEGRO

Autor: HerSan

—¿Tú también lo harás cuando seas grande?
—No sé, ¿es importante?
—Claro. Si no, nunca podrás ser una bamegense especial.
—Pero parece que duele.
—Sí

Rosa se acercó la mano a la nariz y comenzó a hurgarse. Tenía las rodillas amoratadas y la cara sucia, casi escondida entre los cabellos revueltos. El poyo en el que estaba sentada junto a Estela había bajado mucho de temperatura, por lo que ambas procuraban de cuando en cuando colocar sus cortas faldas bajo sendas partes del cuerpo enfriadas, sin conseguir resultados satisfactorios.

Estela, un poco mayor que Rosa, era la que más atenta contemplaba a las mujeres que se habían reunido como cada tarde en la Plaza de la Silipsia, en la zona más central de Bamegea. Todas esas mujeres desarrollaban, cada una independientemente de las demás, una escena curiosa: tumbadas en el suelo la mayoría, algunas de ellas sin apenas ropa, separaban y juntaban las piernas haciendo aspavientos de intenso dolor o placer o ambas cosas a la vez, mordiéndose los labios y cerrando los ojos, a veces tocándose los pechos o el vientre. Era el momento del esfuerzo.

Hasta hacía poco más de nueve años, el momento del esfuerzo había sido llevado a cabo hincándose las bamegenses de rodillas en el suelo y dejándose caer de cabeza, consiguiendo algunas abrírsela. Desde el día en el que Sabina yació en esa misma plaza, retorciéndose a causa de un dolor extremo, la costumbre se había vuelto menos dolorosa. Todas comenzaron a imitarla, igual que habían imitado consecutivamente a las anteriores bamegenses especiales, creyendo realmente que la emulación les permitiría como a ellas concebir con el deseo y pasar a ser admiradas y amadas por todos.

—¿Vamos a jugar con Romo? —preguntó Rosa.
—Bueno —contestó Estela tras reflexionar un largo rato—. Pero vamos rodeándolo.

El mundo era pequeño y se llamaba Bamegea. Era como una miniatura del que se nos ha permitido conocer, como una pequeña isla, circular y rodeada de mar por todas partes. Estela quería bordearlo.

La gran mayoría de los bamegenses vivía en la zona Norte, en una serie de elevados edificios distribuidos en hemiciclos casi superpuestos que orientaban sus concavidades hacia el Sur. En total eran siete edificios de construcciones extrañamente arqueadas. El primero, el más pequeño, estaba cercado por el segundo, y el segundo por el tercero… Aumentaban su diámetro y número de viviendas escalonadamente, llegando el último de ellos a hundir en el mar su zona posterior.

Romo vivía con Sabina, su madre, en el otro extremo del mundo, el Sur de Bamegea, donde un pequeño número de casas desiguales formaban lo que se conocía como Paidotrás, llamado así porque esa zona estaba detrás, según la opinión generalizada, y porque allí la población de niños era notablemente superior a la de los Semicírculos.

Rosa y Estela, caminando lentamente una a la zaga de la otra y tocando, cuando menos con sus pies izquierdos, el agua del mar limítrofe, ocuparon apenas dos horas en llegar a casa de Romo.
Un adulto sano sin problemas en las piernas podía recorrer la totalidad de la circunferencia del mundo en tan sólo ocho horas y media.

El sol brillaba con fuerza. Romo llevaba toda la tarde jugando en el jardín a buscar tesoros en la tierra, haciendo y tapando agujeros con las manos. Siempre jugaba a eso, o al menos así parecía, y a Sabina le dolía hasta el alma al pensar en la arena desgarrando la piel bajo las uñas de su niño.

—Hola —dijeron Rosa y Estela casi al mismo tiempo.

Romo las miró fijamente. Ellas eran los dos mejores amigos que tenía. Le querían y él las quería, por lo que se alegró mucho al verlas, aunque sabía que lentificarían su trabajo.

—¿Qué queréis? —dijo de forma seca.
—¡¿Por qué juegas a esto si te pone de mal humor?! - respondió impulsiva Rosa ante el saludo poco cortés de Romo.
—No hagas caso —intervino Estela cogiendo por los hombros a su amiga—. Venimos a jugar a buscar contigo.
—Pero...
—¡¿Qué?! —Saltó de nuevo Rosa— Si se busca y no se sabe qué, es más fácil encontrar, porque puede valer cualquier cosa—. Y se puso a escarbar en la tierra, olvidando su enfado.

Pasaron la tarde los tres juntos, casi sin hablar, entregados a su tarea de buscar y encontrando, Rosa y Estela, tesoros de valor incalculable que las más de las veces eran lombrices o raíces, y Romo, nada.

—Romo, cariño, entra en casa, por favor, que vas a coger frío —dijo a su hijo Sabina, asomada a una ventana de su aparentemente destartalada casa.

La noche había caído y el viento pincelaba el ambiente con el mate del frío.

—¡Señora Sabina especial! —Gritó Rosa acercándose a la puerta de entrada —¿Podemos quedarnos Estela y yo a cenar y luego nos invita usted a pasar la noche?

Estela se puso colorada de vergüenza.

—Claro, pasad.

Sabina era tenaz pero amable, y a Rosa le gustaba mucho. La consideraba un bamegense biespecial o algo por el estilo. Una vez especial porque cuando vivía en los Semicírculos había sentido con fervor el deseo de tener un hijo, porque lo había querido tener a costa de lo que fuera, sufriendo al máximo si era necesario, porque lo había deseado suyo, entera y solamente suyo, y porque había engendrando a Romo, que era un chico raro pero bueno y guapo. La otra vez especial lo era porque, según entendía Rosa con esos pensamientos aturdidos y confusos suyos, habría sido una injusticia que no lo fuera aunque no hubiese concebido un hijo con el deseo.

—Mañana nos vamos a los Semicírculos a pasar una temporada, ¿te vienes con nosotras? —preguntó Estela a Romo.

Todos los bamegenses, ya fueran niños o adultos, hombres o mujeres, vivían un constante ir y venir del Norte al Sur y del Sur al Norte del mundo, para evitar la monotonía. Esto hacía que no se pudiera comparar a los habitantes de Paidotrás con los de los Semicírculos, pues eran los mismos. Una vez estaban aquí y otra allá, aprovechando que, quizás, la artificial división del mundo existía sin otra misión que la de permitir suponerle una extensión considerable o, al menos, suficiente para hacer viajes. Con todo, sus costumbres sí eran diferentes según que estuvieran en una zona o en la otra de Bamegea. Los Semicírculos eran ricos, prohibitivos, ordenados, jerárquicos. Por el contrario, en Paidotrás el ambiente era libre y presuntamente pobre, desordenado y a veces anárquico.

—No puedo ir —dijo Romo.
—Sí que puedes —le replicó cariñosamente Sabina, acariciándole el pelo.
—Bueno, pero tú no puedes. Y si tú no puedes ir yo no quiero —contestó Romo mirando sin pestañear a su madre.

A Sabina le encantaba esa mirada, aunque era dura y un poco inquisidora. Ella amaba los ojos grandes e imposible más negros de ese niño increíblemente guapo, su niño precioso, y era con ese semblante como mejor se le contemplaban. Pero lamentaba que pudieran ser ella y su particular condición las causantes de afectar las decisiones de su hijo, por lo que le observaba tristemente.

Sabina había sido exiliada de los Semicírculos de Bamegea hacía casi diez años (pues Romo tenía nueve y pasaba de ellos cinco meses). No como castigo, sino porque se había convertido en una bamegense predilecta que había que cuidar.

Los habitantes de Bamegea consideraban que los Semicírculos, y ellos mismos cuando los habitaban, eran fruto y encarnación de la imperfección, por lo que no permitían que sus seres más queridos vivieran entre ellos, conscientes de que incluso los dioses terminan podreciendo cuando en derredor suyo solo hay impureza. Nadie se planteó nunca el porqué de esa creencia tan arraigada, quizás porque había sido así desde que el mundo era mundo y con eso debía ser suficiente.

El amor especial que se manifestaba en Bamegea hacia Sabina había comenzado cuando su embarazo fue del dominio público, pues era igualmente conocido que había concebido a su hijo sin hombre, únicamente con la fuerza del deseo, forma de la que, como todo el mundo sabe, solo pueden concebir los dioses y las bamegenses especiales.

—Ve con ellas, hazlo por mí —insistió Sabina.
—No, no quiero. Además, tengo que seguir buscando.
—¡Pero mira que serás raro! —intervino Rosa— ¡Y además no sabemos qué es lo que siempre andas buscando!
—Bueno.
—Pues no lo digas... ¡Pero si tú no vas, yo tampoco, y me quedo a buscar contigo!

Nadie hizo ningún comentario. Se creó un silencio que recordaba a Sabina el nacimiento de Romo, durante el último día de Horizonte Negro que se recordaba. Fue Rosa quien tuvo que romperlo:

—Señora Sabina especial, por favor, mañana tenemos que madrugar para seguir buscando. ¿No le parece a usted que debería ordenarnos que nos vayamos a la cama aunque no queramos y luego nos arropa y nos da un beso en la frente a cada uno?
—Sí, tienes razón. ¡Venga, todos a la cama!

Se fueron los niños a dormir y el último beso del reparto le correspondió a Romo. Su madre se lo dio duradero y suave, muy suave, con lágrimas en los ojos.

La noche fue eterna para Sabina. Su preocupación aumentaba según pasaban los días, y eso le impedía conciliar el sueño.

Cuando Sabina viviera la ausencia del período y la hinchazón de los pechos, aunque fuera expulsada de los Semicírculos, lo había sido por una razón que la enorgullecía. Había llenado una pequeña bolsa con lo imprescindible, anduvo por placer entre los Semicírculos, y se dirigió hacia Paidotrás por un camino corto que se le hizo duro. Paró a descansar un momento y su cara manifestó dolor cuando, poniéndose en jarras, se estiró haciendo que le crujiesen las vértebras. También aprovechó para frotarse con ambas manos alrededor del ombligo, satisfecha.
El embarazo transcurrió sin dificultades, con toda normalidad. Aparte del hecho de no poder volver a los Semicírculos, a lo que se acostumbró relativamente pronto, todo favorecía la felicidad de Sabina, mimada y protegida por el cariño sincero de sus conciudadanos.

Fue el día del alumbramiento cuando comenzaron sus pesadumbres. Los animales habían dado su aviso el día anterior, huyendo para esconderse quién sabe dónde, y el mismo ruido había desaparecido para hacer de Bamegea un lugar de ensueño o de película muda emitida a cámara lenta. Todos los bamegenses sabían por esto que al día siguiente habría Horizonte Negro, y los que conocían el avanzado estado de Sabina sumaron su aflicción a la de ella y pidieron a los dioses con sus plegarias que el niño tuviera la fuerza necesaria para sobrevivir a lo que se estimaba que el destino le tenía preparado.

Sabina tuvo a Romo partiéndose en dos, entre alaridos de dolor y sin asistencia médica. Había querido sentir con intensidad el nacimiento de su niño, sufrirlo para hacer patente que era suyo, aunque nada alteraba la realidad de que Romo formaba parte, también, del Horizonte Negro. De nada iba a servirle que deformara sus pechos amamantando al niño todos los meses que pudo, ni que durante más de nueve años hubiera encanecido cavilando qué sería mejor para él.

Sabina se levantó y fue a contemplar a quienes dormían.

Romo estaba acurrucado sobre su lado izquierdo, asomando apenas la frente fuera de las sábanas. Siempre utilizaba esa postura para dormir, desde su más tierna infancia.
Su madre se le quedó mirando can cariño, casi feliz y sin pensar especialmente en nada.
Romo había crecido fuerte y sin padecer enfermedades. Nunca, ni siquiera cuando era un bebé, había llorado ni parecía capaz de hacerlo, pero era cariñoso y tenía buenos sentimientos, aunque pasara por la vida sin apenas demostrarlos, como abstraído y ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

Rosa y Estela, en una habitación aparte, dormían muy juntas en la misma cama. Rosa boca arriba, con cara de ángel, y Estela abrazada a ella.

¿Por qué Romo no sería feliz como sus amigas? Cada vez estaba más serio y nervioso, siempre buscando obsesivo en la tierra. Sabina habría querido creer que era un juego, pero sabía que había alguna intencionalidad que se le escapaba. Romo era un niño inteligente que no actuaría de esa forma de no ser por pretensiones concretas. Tenía que estar buscando algo de verdad, no solamente imaginado, ¿pero qué?

Romo era el único que conocía la respuesta.

Cualquier bamegense, desde pequeño, sabía que existía el Horizonte Negro, eso que tal vez no fuera ser pero tampoco fenómeno, que parecía tener voluntad y actuaba con autoridad sobre los habitantes de Bamegea.

El Horizonte Negro llegaba siempre de modo inesperado, y las bamegenses especiales que daban a luz esos días le temían sobremanera, pues sus hijos parecían quedar subordinados a él. Cuando aparecía de nuevo, a su vuelta, se los llevaba consigo arrebatándoselos, como si se tratara de sus enviados y les apartara de sus obligaciones serviles, quizás por crueldad o por antojo, aunque ciertamente no se conocían las razones de que se produjera este lance.

La historia real del Horizonte Negro solo la conocían los niños sometidos a su propósito, igual que conocían la vida de sus antecesores y de quienes les sucederían, pero guardaban un inquebrantable mutismo a este respecto, por lo que no era sabido por el resto de los bamegenses. La única pretensión del Horizonte Negro, que transmitía a todos sus aliados, era conseguir la gran bola de luz con la que lograr el equilibrio y rectificar la injusticia del comienzo de los tiempos.

Antes de crearse el mundo, o sea Bamegea, una sempiterna nada inundaba el universo. No era ni oscura ni clara, pues no había contraste. Existía un equilibrio perfecto e inalterable, infinitamente aburrido. Había que crear la variedad: la luz y la oscuridad, el día y la noche, lo bello y lo antiestético, lo bueno y lo malo. Se creó la luz que era vida, felicidad, belleza..., y se creó la oscuridad, que era enfermedad y muerte, noche y miedo. Era más ameno. Pero se había hecho rápido. De la oscuridad se había cogido para hacer una cosa, de la luz para hacer otra, se había creado aquí y allá sin pensar demasiado y algo no encajaba. Faltaba luz. Se había perdido la armonía inicial, esa que hubo entre la luminosidad y la negrura antes de que existieran independientemente. El Horizonte Negro era el fruto de ese desajuste. ¿Pero dónde estaba la luz que lo equilibraría?, ¿perdida? Imposible. No se había hecho más que modificar el aspecto de lo que existía desde el principio y existiría por siempre. O el todo no era tal, o la luz pertenecía al todo.

Romo, como todos sus anteriores, digamos, hermanos, se encontraba desorientado. Tenía que encontrar la gran bola de luz extraviada y no sabía dónde ni cómo, por lo que se guiaba por el firme presentimiento de que estaba cerca, en él o en su madre, en su casa o a lo sumo dentro del jardín, pero no más lejos.

La ansiedad que manifestaba Romo se debía, sin embargo, a su consciencia de otros datos. Podía describir en detalle las vidas de sus predecesores, sin encontrar en ellas algo que le pudiera servir de guía. Sabía también que la próxima aparición de su inevitable amo y señor se realizaría el mismo día en que él cumpliera nueve años y seis meses. Y sabía que quienes corren su misma suerte lo conocen todo sobre sus antecesores, pero también sobre sus sucesores, sin poder ver, por más que se esforzara, a nadie que continuara su búsqueda. Eso solo podía significar una cosa, y es que él era el último hijo del Horizonte Negro. Faltaban solamente dos días para que Romo cumpliera nueve años y medio, y si en ese tiempo no lograba encontrar la gran bola de luz, la oscuridad se apoderaría por siempre de Bamegea, ocultando la vida hasta desaparecer fundida en una masa informe de nada y de todo, ni oscura ni clara, insulsa y lamentablemente vacía, muerta.

Acababa de despuntar el día y ya se podía oír la voz de Rosa, que estaba zarandeando a Romo:

— En la calle se ve lo suficiente, ¿vamos a buscar?

A Romo le pesaban los párpados, pero se levantó sin hacerse esperar.

—Está bien. Habla bajo por favor, que mi madre necesita reposo.

Salieron al jardín vistiéndose por el camino y sin desayunar, casi de puntillas. Poco más tarde apareció Estela, que se puso a escarbar con ellos sin saludarles.

Cuando Sabina despertó del corto y poco relajante sueño que había tenido a deshoras, su modo de sentir le reveló que era la víspera del día que tanto temía.

El ambiente, dominado por el silencio, parecía muerto.

Rosa, aún en el jardín, lloraba desconsolada en el regazo de Estela, asustada porque se sentía extraña sin comprender el porqué. Le apetecía hablar, pero no podía ni siquiera abrir la boca para intentarlo, y se encontraba pesada y torpe. Romo, por el contrario, había vivido indirectamente esa situación y sabía que iba a tener lugar, por lo que se sentía preparado para ella, incluso familiarizado, y continuaba manipulando en la tierra de forma más afanada que nunca.

Dentro de la casa, en su habitación, Sabina intentaba, con voluntad de hierro pero sin medios ni certezas, evitar que se cumpliera el designio de ver marchar a su hijo, quizás al vacío, llevado por esa oscuridad cruel de aparición inminente. Con movimientos lentos, como los de todos los bamegenses en la víspera del Horizonte Negro, recubrió la totalidad de su cuarto con madera de ébano que había ido acumulando a lo largo de los años y, cuando la oscuridad impedía advertir que se estaba en un nuevo día, ella se encontraba desnuda tumbada en el suelo, ofreciéndose para evitar que se le robara lo que más quería y deseando, con tanta fuerza como cuando concibió a Romo, ser ella quien partiera y no él.

El mundo se desmoronaba. Romo había fracasado en su búsqueda y sabía lo que ello significaba. Se iba a acabar todo, absolutamente todo.
Lentamente, a tientas, se dirigió al cuarto de su madre dispuesto a revelarle lo que no había podido hasta entonces. Le hablaría sobre la gran bola de luz y le explicaría su desazón al ser el último destinado a su búsqueda. Le pediría perdón porque, al no haber conseguido hallarla, él tan solo marcharía antes, pero tardarían poco en volver a encontrarse.

La respiración de Sabina era estremecedora, cada vez más rápida y entrecortada. Con los pulmones hinchados, roja de la congestión y tan tensa que se mantenía rígida y arqueada apoyando exclusivamente la nuca y los talones, parecía haber perdido definitivamente el aliento cuando Romo vislumbró su silueta. El grito que salió entonces de la boca de Sabina pareció haber sido emitido por todo su cuerpo. Era agudo y desgarrador. Ni con el mundo envuelto en ruido podría haber pasado desapercibido para el Horizonte Negro.

Romo se acercó lentamente a su madre. Se estaba sacrificando por él, entregándose en trueque al Horizonte Negro, sin percatarse de la inutilidad de su acto.

Era patente la ausencia de límites con la que su madre lo amaba. Romo apoyó la cara sobre el pecho exangüe de Sabina y un vacío que parecía provenirle del estómago se aglutinó en el interior de su cabeza como si pretendiera estallarla. Tenía los ojos centelleantes y sanguinolentos. Sin ni siquiera percibirlo, una pequeña lágrima descendió poco después por uno de sus párpados, lentamente. Ninguno de los hijos del Horizonte Negro había llorado jamás, pero Romo había considerado este detalle como una característica diferencial que les era propia y que no merecía mayor interés.

Era la primera lágrima de un hijo del Horizonte Negro, una lágrima cegadora que venció a la oscuridad con su brillo.

Romo se tocó la cara y miró abatido sus dedos apenas humedecidos. "La gran bola de luz", se dijo.

—¡Aquí la tienes, ya has conseguido lo que querías! – gritó mirando hacia el cielo— ¡Ahora devuélveme mi equilibrio!
Se abrazó a su madre y lloró a raudales, como le habría gustado poder hacerlo hacía mucho tiempo. Ni siquiera notó el calor y la respiración más tranquila de Sabina, de lo agotado que estaba.

En la calle, una alegría exultante dominaba a los habitantes de Bamegea. El mundo estaba bello y radiante, iluminado el día por la luz más hermosa que jamás se había visto. Rosa y Estela, apenas recuperadas de los malos momentos que habían pasado, corrieron al interior de la casa buscando a Romo.

—¡Estás bien, estás bien! —gritó Rosa lanzándose como una avalancha hacia Romo.
—¡Ay! —exclamó Sabina, que había soportado la pisada tipo Othar de la alegría sin contención de Rosa.
—Señora Sabina especial, lo siento mucho, de verdad —dijo Rosa mirando a Estela, que se acercaba contenta al grupo.

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